Documento para la Jornada de reflexión del sábado 26/marzo/2011


Los sistemas escolares han sufrido profundas transformaciones desde su origen en los inicios del siglo XIX hasta nuestros días. La ampliación de los años de escolarización obligatoria y la consecución de la universalización de la misma a partir de la segunda mitad del siglo XX (al menos en nuestro país), quizás sean las más claras evidencias del esfuerzo que los estados han hecho por ampliar la formación de su ciudadanía. En sus orígenes el sistema escolar se diseñó estableciendo una estructura doble que reproducía la división de la sociedad; una mínima educación primaria dirigida a la mayoría de la población, ofrecida por escuelas mal dotadas, deficientes y que se enfrentaban a dificultades enormes; y una educación secundaria, minoritaria y elitista, destinada a las clases dirigentes del país a la que accedía un porcentaje mínimo de la población. Las transformaciones económicas y sociales que se desarrollaron durante la primera mitad del siglo XX plantearon las contradicciones de un sistema que dejaba fuera del mismo a la mayoría de los individuos, así como las deficiencias de una educación anclada en metodologías y conceptos muy alejados del dinamismo de aquella sociedad que estrenaba siglo. Estas contradicciones pusieron las bases de una revolución pedagógica que, desde las primeras décadas del siglo, aspiró a ser también la base de una transformación social. Todas aquellas experiencias  educativas se materializaron en propuestas que siguen formando parte hoy de lo mejor de la tradición pedagógica. La Escuela Nueva, la Escuela Moderna, las ideas de la Institución Libre de Enseñanza que fructificaron en el Museo Pedagógico, la JAE o el Instituto Escuela son el ejemplo de aquel interés por la educación que inauguró el siglo. Para buena parte de ellas la Escuela era la palanca esencial de la regeneración del país y la piedra angular de cualquier reforma social que se planteara. Aun hoy resulta difícil encontrar una práctica que no fuera ensayada en aquella hora feliz de la pedagogía. Hoy muchas de aquellas experiencias son prácticas tan asentadas y ciertas que resulta difícil pensar en lo revolucionarias que parecieron en aquel entonces.
La aspiración que formularan hace más de setenta años aquellos pedagogos de institucionalizar una educación integral que permitiese a los individuos sumarse de manera activa a la sociedad, permanece en las exposiciones de motivos de las leyes, sin embargo aquellos viejos ideales parecen hoy arrumbados por otros que han tomado el relevo. Hoy resulta más común hablar de “sociedad del conocimiento” o de “capital humano”, y ningún gobierno es ajeno a la importancia que tiene la educación en el progreso económico de las naciones. Sin duda, estas consideraciones han contribuido al interés que los gobiernos demuestran por la educación, su reforma o su comparación con otras naciones y sistemas. La educación quizás hoy más que nunca es una estrategia de progreso económico. No extraña por ello que en nuestros días sean las instituciones económicas mundiales quienes  redacten buena parte de los análisis e índices educativos que los poderes públicos utilizan para sustentar sus políticas educativas. Para estas instituciones, como para los gobiernos que se inspiran en sus informes, la educación es una condición esencial de la competitividad  económica en un mundo globalizado.
Lamentablemente este nuevo interés económico ha cambiado el significado de lo que se consideraba una buena formación. Hoy aquella antigua concepción de la educación como fundamento de una ciudadanía consciente y activa ha sido desplazada por una perspectiva cada vez más vinculada a la competitividad (social e individual), al crecimiento económico y la productividad. Esa competitividad trasladada a las escuelas ha favorecido la elaboración de listas de excelencia escolares que ajenas a otras condiciones, como la comunidad en la que se inscriben, la inversión por alumno o las necesidades educativas de los mismos, han establecido disputados “rankings” de centros. Es indudable que estas informaciones son muy relevantes para las familias, ya que la elección de un “buen centro” escolar para sus hijos es un asunto prioritario. Su importancia se hace evidente en la presencia que estos listados al igual que diagnósticos generales como las famosas pruebas PISA, tienen en los medios de comunicación y los foros públicos. Esta competitiva carrera ha favorecido que una idea como la de “libertad de elección de centro”, que en los inicios de los 80 tenía una importancia muy limitada, sea hoy un elemento esencial del debate educativo. Evidentemente en un mercado abierto a la competencia parece lógico poder elegir el “mejor” centro escolar y no parece muy juicioso condenar a nadie a tener que optar por uno “malo”.  Una vez más las cosas no son lo que parecen…, los centros están inscritos en una comunidad y reproducen las condiciones de ésta, en ocasiones y ante la concurrencia de varios centros, la elección está determinada por preferencias socioculturales de manera mucho más precisa que la de esa vaga referencia a la “maldad”, la “bondad” o la “calidad”. La elección de escuela es a menudo un asunto de “clase”, una preferencia social donde el proyecto educativo apenas tiene importancia, pues en la mayor parte de las ocasiones, no se separa lo más mínimo del curriculum básico. Mayor relevancia en la elección tienen las preferencias sociales, la organización del centro, la disciplina interna, la selección del alumnado o la amplitud del horario, y son estas las que finalmente determinan la elección de las familias.
La consecuencia de esta nueva política escolar es que la escuela ha vuelto a dividirse. Sin apenas darnos cuenta hemos regresado a un modelo, que como el de hace más de un siglo, establece dos itinerarios bien diferenciados; el que faculta a sus estudiantes para el progreso académico y social, y el que se conforma con dar el baño mínimo preciso para incorporarse al mercado de trabajo y cumplir con cierta pulcritud las obligaciones sociales. Hoy esa doble red se refuerza en diversos planos, apoyada en un vago “sálvese quien pueda” individualista y suicida que marca las diferencias entre centros públicos, entre públicos y privados, entre itinerarios académicos, entre bilingües y no bilingües…. La pretendida “calidad educativa” se ha tornado en un derecho reservado a una sola parte del alumnado, en el establecimiento de acotados espacios de excelencia que buscan esa enseñanza elitizada que marcó la historia inicial de la escolarización y que muchos añoran sin haber conocido. De nuevo debemos dolernos de que las condiciones de partida marquen, igual que durante el siglo XIX, las condiciones de la escolarización de los individuos y la esperanza que estos pueden albergar sobre las posibilidades que les ofrece su ingreso en el sistema escolar. Desde luego no nos parece una buena estrategia para alcanzar la cohesión social que precisa toda comunidad y mucho nos tememos que este camino conduzca no sólo a un deterioro general del sistema escolar, sino también al recrudecimiento de las quiebras sociales, a un aumento de la intolerancia y la incomprensión. Nunca el mérito en el que la escuela pretende basar su legitimidad estuvo tan alejado, nunca como hasta ahora estuvimos tan lejos de los propósitos democratizadores postulados en los preámbulos de las leyes educativas.
Las sobreabundancia de pruebas diagnósticas de nuestros días sirve de excusa perfecta a los defensores de este modelo escolar. Influidos por las tesis neoliberales, los modelos cuantitativos y de normalización sobre el sistema educativo, nuestras autoridades se interesan por la rentabilidad de las inversiones educativas en términos de efectividad y rendimiento. Parece lógico por ello que en estas condiciones, el esfuerzo inversor se dedique a aquellos alumnos cuya expectativa de éxito es mayor, reduciendo y empobreciendo las condiciones de una medianía mayoritaria y desde luego de una minoría que precisa de enormes atenciones. Las pruebas diagnósticas nos dan la perfecta demostración de lo acertado de la tesis de partida. Efectivamente quienes menos saben y menos tienen, consiguen los peores resultados; espectacular descubrimiento. Entre tanto los debates educativos públicos soslayan estas cuestiones farragosas, olvidan el carácter equilibrador de las diferencias sociales que siempre se atribuyó a la educación y reducen la problemática a problemas de gestión.
Convencidos de las bondades de una correcta gestión empresarial, no resulta extraño que por encima del trabajo de profesores, los esfuerzos metodológicos o la apertura de canales de comunicación dentro de la comunidad escolar, la gestión se haya convertido en el actor esencial de la escuela. Una escuela que antes que profesores demanda líderes y que en su búsqueda haya tendido a fortalecer los órganos de gestión siguiendo criterios fuertemente jerarquizados y crecientemente politizados (entendiendo esta politización como vinculación al poder político hegemónico). La consecuencia de esta deriva ha sido la progresiva pérdida de peso de la comunidad escolar, la flaccidez del músculo democrático que un día animó la escuela y que, por desgracia, no puede atribuirse en exclusiva a esta obsesión gestora; hay que reconocer que la comunidad escolar por su pasividad, ha sido corresponsable de esta merma. Esta dejación suicida de sus responsabilidades democráticas ha sido aprovechada y favorecida por los legisladores, dispuestos coherentemente con el programa neoliberal a reforzar el papel de las direcciones de los centros; pero sobre todo dispuestos a otorgar cada vez más autoridad a los cenáculos técnicos y políticos del Ministerio de Educación y las Consejerías de las Comunidades Autónomas.
Por otro lado la externalización de los controles sobre los equipos directivos (más auditados por las administraciones que por los consejos escolares y los claustros) y el peso que en su selección adquiere la administración educativa, ha abundado en esta suerte de centralización autoritaria que despierta las reservas de quienes pensamos que debe ser la comunidad escolar quien asuma tales competencias. Si las jerarquías educativas son elegidas por las administraciones y las administraciones están controladas por poderes políticos que mantienen su propia agenda, el peligro de que la escuela sirva a estos en lugar de a la comunidad que le da sentido, crecen exponencialmente.
El peso ideológico del neoliberalismo también se ha dejado sentir en el abandono de la concepción del sistema educativo como un “servicio”. Para el neoliberalismo los sistemas escolares son un mercado más, lo que conduce a una consideración nueva de las relaciones entre los sujetos del sistema escolar. La escuela deja de ser una comunidad y ni los padres ni los profesores colaboran en un propósito común; ahora la relación que la escuela establece es la de proveedor (el sistema educativo, los centros educativos) y cliente (los padres y alumnos). A partir de esta idea resulta relevante la tesis formulada por Milton Friedman de promover el “cheque escolar”, (muy querida para nuestros neoliberales patrios) un medio de pago que permitiría cumplir con la obligación del estado de sostener la educación de la ciudadanía y con la elección por parte de los padres de la opción más adecuada para la educación de sus hijos en un mercado libre y abierto a distintas ofertas escolares. La sociedad neoliberal ha debilitado los vínculos sociales y ha hecho de la sociedad un mercado donde las diferentes ofertas (materiales, ideológicas o educativas) son puestas a disposición de una clientela que elige las que considera a su juicio más convenientes. A priori, los criterios de eficacia, identificación o rentabilidad, conducen las decisiones individuales, libremente adoptadas y sin mediatizar, de ahí que los más conspicuos defensores confundan la máxima expresión de la democracia con el mismo mercado.
Dicho todo lo cual planteamos de manera prioritaria la necesidad de recuperar el abandonado concepto de comunidad escolar y con él una concepción de escuela pública que se entienda más allá de la cuestión de su titularidad jurídica (sin que esto signifique restarle importancia a este hecho). La escuela pública es la escuela de todos, donde todos están presentes y que a todos debe servir, no puede ser el espacio de una ideología, de una fe o una concepción determinada del mundo, debe ser el espacio donde todas ellas están presentes.  La escuela, tal y como nuestros alumnos entienden, es un lugar para la relación, para el aprendizaje del ejercicio de la democracia y por eso no puede entenderse sino como una democracia en sí misma. Los problemas de la comunidad suelen ser los mismos que afectan a la escuela. Las dificultades de integración encuentran su eco en la escuela como lo encuentran también las medidas que en ella se toman orientadas a la resolución de algunas de estas problemáticas. Evidentemente los recursos y los esfuerzos que las autoridades, los profesionales y la comunidad entera deben hacer, han de estar en relación con los retos que muchas de estas situaciones plantean. Entendemos que todo aquello que nos aleja de este planteamiento trasciende a la escuela y afecta a toda la sociedad.
Aspiramos a una escuela ajena al debate político, en el que demasiado a menudo se ha visto enredada, pero entendiendo esta desconfianza de la política no como una renuncia a la participación en el gobierno de la sociedad sino como una crítica a la pretendida exclusividad de la participación ciudadana a través de las urnas. La democracia precisa de elecciones pero estas por sí mismas no son garantía suficiente de democracia. Partiendo de un neutralismo tan necesario como higiénico, pensamos que el mejor modo de participación política al que puede aspirar la escuela es precisamente el de conseguir educar a las generaciones más jóvenes en la práctica democrática, en el fortalecimiento de la capacidad de pensar de manera autónoma que les vacune de los excesos de la demagogia tan común a los debates públicos actuales. Queremos recuperar el proyecto de todos aquellos pensadores que como Dewey entendieron que una democracia sana precisaba de individuos críticos y volviendo al original anhelo del marqués de Condorcet, fortalecer una escuela concebida para formar ciudadanos y no sólo obedientes empleados.
Esa escuela soñada debe ser una escuela neutral, lejos de cualquier partidismo, una escuela que acoja a todo el mundo pero que  todo el mundo pueda sentir como propia. Una escuela democrática y cooperativa, que renueve valores que la mayoría tenemos aceptados, herencia de dos siglos de desarrollo de la democracia y que hoy están amenazados por la mercantilización de la mayor parte de las esferas sociales. En este sentido nuestra propuesta de vitalizar nuestras responsabilidades democráticas pasa por promover una participación más activa en los órganos de representación de la comunidad escolar y por la elevación de estos a una posición más consciente y más crítica con las autoridades educativas. Evidentemente y como conclusión a este propósito, devolver a la comunidad escolar el peso que se le atribuyó antaño y no el mero valor de legitimadora de las decisiones tomadas en instancias más elevadas y supuestamente más capacitadas.
La escuela que propugnamos tiene su mejor baza en el reforzamiento de la comunidad escolar, abriéndola a la participación efectiva de todos los actores, padres, alumnos, profesores, que deben encontrar canales que permitan potenciar el efecto vinculante de sus decisiones, convenciendo a la mayoría de que es aquí donde nuestra capacidad de elección es efectiva, a través de la acción directa, sin intermediarios ni traductores de nuestra voluntad. La ruina de la democracia se produce cuando la ciudadanía entiende que reclamar su opinión no tiene más valor que el del gesto y que los canales de participación que se ponen a su disposición, no tienen influencia real y son callejones sin salida. (lamentablemente estamos cada vez más inmersos en esta dinámica)
El modelo de escuela que pretendemos está dentro de la escuela presente, conviene construirla reciclando los valores que ya están en ella, aunque emborronados por un discurso liberal que resulta tan corrosivo para la salud del sistema escolar como para la de la democracia en general. La escuela debe incluirnos a todos, aunque a menudo eso nos ponga las cosas difíciles, sea un reto y exija un esfuerzo mayor para convencer y sumar voluntades.  Posiblemente esta escuela soñada será más democrática pero lo que es seguro es que será mucho más fatigosa (quizás ahí estribe su principal debilidad).

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